Por Augusto Ayesta, CEO de Trend.pe
Disinformation has always been around, but it’s never been at the scale, or velocity, or magnitude that we all are experiencing in the world today. – Mike Pompeo
Vivimos en la era de la información. Pero también en la era de la desinformación. Nunca antes habíamos tenido acceso tan inmediato a los acontecimientos del mundo, y al mismo tiempo, nunca había sido tan fácil manipular la verdad. Hoy, cualquier persona con un smartphone puede convertirse en un generador de noticias, y cualquier plataforma puede viralizar información sin filtro ni contexto.
El problema es que, en este mar de datos, ¿cómo distinguimos lo verdadero de lo falso? ¿Cómo evitamos que la mentira se cuele en el discurso público y distorsione nuestra percepción de la realidad? Porque cuando la desinformación se instala en la sociedad, su impacto no es solo individual; es sistémico. Y en las democracias, esto se traduce en pérdida de confianza, polarización y, en el peor de los casos, manipulación de la voluntad popular.
La desinformación no busca simplemente engañar; busca erosionar la confianza en las instituciones. Cuando la gente ya no cree en el gobierno, en los medios de comunicación o en la ciencia, se abre la puerta al caos. De ahí la proliferación de teorías conspirativas, la difusión de fake news sobre elecciones y pandemias, y la polarización extrema que enfrentamos en muchos países.
Ejemplos hay de sobra. Desde las campañas de noticias falsas en las elecciones de EE.UU., hasta la ola de desinformación en la pandemia de COVID-19, donde se propagaron teorías sin sustento que costaron vidas. La estrategia es siempre la misma: sembrar dudas, dividir a la sociedad y hacer que la gente deje de confiar en cualquier versión oficial de los hechos.
El acceso a información veraz para tomar decisiones informadas es un principio esencial de la democracia. Si esa base se contamina, el proceso se convierte en un juego manipulado, donde los ciudadanos votan, opinan o se movilizan con base en mentiras bien construidas.
Hace veinte años, una noticia falsa podía tardar días o semanas en difundirse. Hoy, una mentira bien diseñada puede alcanzar millones de personas en cuestión de minutos. Y el problema ya no es solo la rapidez con la que se propaga, sino que muchas veces la verdad no logra desmentirla con la misma eficacia.
Miente, que algo quedará. Si una fake news se viraliza y luego es desmentida, el daño ya está hecho. La psicología humana juega en contra: la primera impresión es la que más se retiene, y aunque después se presente la verdad, el sesgo de confirmación hace que mucha gente siga creyendo la falsedad porque afirma y encaja con sus prejuicios o creencias previas.
Las redes sociales han potenciado este fenómeno con sus algoritmos que favorecen el contenido más atractivo, no el más veraz. Y las noticias falsas, que muchas veces reconfirman nuestros miedos, deseos y aspiraciones, con sus titulares escandalosos y sus relatos polarizantes, tienen un engagement mucho mayor que un desmentido basado en hechos y datos fríos. Peligroso, ¿no?
El problema con la desinformación es que no siempre es evidente. Si bien una noticia falsa descarada podría ser más o menos reconocible con facilidad, abundan las medias verdades, omisiones estratégicas o narrativas diseñadas para manipular sin que parezcan mentira.
Esto lo vemos en la política, en el marketing, en la geopolítica y hasta en el activismo. Se crean relatos cuidadosamente editados para generar una emoción específica, para construir una imagen favorable o destruir una reputación.
Y muchas veces, la gente no se pregunta quién está detrás de la información ni con qué intención se difunde. Desde que todas las personas equipadas con algo de tecnología pueden publicar contenido sin necesidad de una verificación rigurosa, la responsabilidad de filtrar la información recae en cada usuario. Pero, seamos sinceros, ¿cuántas veces nos tomamos el tiempo adecuado para corroborar antes de compartir?
En este contexto, la inteligencia artificial ha entrado en la batalla. Ya existen herramientas como Cyabra, por ejemplo, que detectan deepfakes y campañas de manipulación, mientras que plataformas como Snopes o FactCheck.org trabajan en la verificación de noticias.
Sin embargo, la tecnología es un arma de doble filo. Así como hay herramientas para combatir la desinformación, también existen modelos de IA capaces de crear contenido falso con una precisión alarmante, y lo vemos todos los días en las redes. Los deepfakes, los bots que amplifican tendencias en redes y los generadores de texto pueden hacer que lo falso parezca más real que nunca, haciendo daño muy rápido.
Por eso, confiar solo en la tecnología no es suficiente. Combatir la desinformación requiere un esfuerzo colectivo. Es fundamental fortalecer el pensamiento crítico en todos los niveles educativos para que las personas aprendan a analizar fuentes y detectar sesgos. Las redes sociales deben asumir mayor responsabilidad en evitar la viralización de noticias falsas sin recurrir a la censura. La regulación debe equilibrar la transparencia con la libertad de expresión, mientras que el periodismo de calidad sigue siendo nuestra mejor defensa contra la manipulación informativa. Finalmente, la conciencia individual juega un papel clave: verificar antes de compartir y fomentar un debate basado en hechos puede marcar la diferencia.
La desinformación no es un problema menor ni un fenómeno aislado. Es una herramienta de manipulación con consecuencias reales en la sociedad. Más allá de las fake news en redes, es un desafío que pone en riesgo el tejido mismo de la democracia y que cada día se hace más grande y sofisticado, a medida que avanza el desarrollo tecnológico.
Desde el lugar en el que estemos, no podemos ser espectadores pasivos. Nos toca exigir, cuestionar y, sobre todo, informarnos mejor. Porque solo con una sociedad informada podemos tomar decisiones que realmente representen el interés de todos.
Y en esa batalla contra la desinformación, no basta con decir que defendemos y estamos de lado de la verdad. Hay que demostrarlo cada día, en cada decisión que tomamos para crear, editar o compartir contenido e información.