Por Bacha Caravedo
Hablemos de democracia. Año 1992. El defenestrado presidente de la cámara de diputados del congreso ya disuelto estaba siendo vigilado por policías que se estacionaban bajo nuestra ventana del 5D. Ya les habíamos lanzado una manzana a medio comer. Ya habían suspendido por tres días al dueño y autor directo del manzanazo (el querido Osona), pero no al cabecilla (yo). Ya habíamos viajado a Arequipa y Cusco con toda la prom. Ya nos habíamos emborrachado más de una vez. Ya nos habíamos “peleado” con otro colegio por ningún motivo. Ya habíamos sido brigadieres de 28 de Julio, con licencia para agarrar a palazos a los de tercero, segundo y primero. Ya nunca nos quitábamos nuestras horrorosas casacas de promoción a medio camino entre Días Felices y Risas y Salsa. Ya nos sentíamos grandes. Pero aún faltaba algo: un buen nombre para nuestra promoción.
A diferencia de las promociones predecesoras, nosotros no teníamos un muertito. Nadie en la promo se nos había adelantado. Ningún finadito para homenajear, así que éramos libres para llamarnos como quisiéramos. Un nombre que definiera a una promoción que había mal copiado el modelo de casaca del año anterior y que sólo se había sentido unida en el connato de bronca en el Cusco contra un colegio tres veces más chico que el nuestro. Encontrarlo estaba siendo complicado y fue ahí que apareció una propuesta bastante curiosa: El Minero Bill.
Mr. Bill E. Town acababa de morir. Había invertido en minas en el Perú y ahora era un acaudalado difunto norteamericano a quien su familia quería que recordasen en el país que le dio su fortuna. Si no había calles con su nombre, o pueblos con su apellido, al menos la promoción de un colegio de clase media miraflorina que no tenía ningún vínculo con él podía ser parte de su legado. Mr. Bill E. Town. Esa era la idea que traía la mamá delegada a partir de una conversación con los hijos Town. A cambio, la familia ofrecía lapiceros, folders, cuadernos, tal vez algo de colaboración para nuestra fiesta de prom. y dos becas completas de estudio a EE.UU para los alumnos más destacados de la promoción XIX. Su hija estaba lejos de estar en el cuadro de honor, pero la mamá delegada lo anunció como si ella misma se estuviese ahorrando el pago de los cinco años de universidad. Antes de despedirse, nos repartió lapiceros retráctiles plateados con el nombre de la mina y salió con mucho entusiasmo hacia los demás salones.
Al principio hubo silencio. Nadie sabía bien qué decir. Salvo Manuel Luy -nuestro arquero y cerebro del salón -en mi clase no había nadie que pudiera llevarse ninguna beca. Antes de interesarnos por materiales escolares o por la posibilidad de recibir dinero para nuestra fiesta, comenzó a crecer una sensación de fastidio. ¿Quién chucha era ese gringo que creía podía comprarnos? ¿Ceder nuestro sagrado nombre para que unos mineros de Minnesota puedan vanagloriarse de lo importante que fue su padre? Jamás. Poco a poco las protestas se hicieron sentir y para que el tema no siguiera escalando se convocó a elecciones democráticas inmediatas.
El finado Bill E. Town perdió de manera estrepitosa. En mi salón fueron 33 manos en contra y sólo 7 a favor . En los otros tres salones el resultado fue similar. La democracia había hablado. Éramos los dueños de nuestra libertad. Dueños de nuestro futuro. Y ahora sólo faltaba encontrar nuestro nombre. Y para eso, el sistema democrático estaba a punto de jugar una vez más un papel fundamental.
Cada alumno propondría un nombre. Podía ser el de un héroe o una heroína. Tal vez el de algún escritor(a). O Una frase. O Una idea, no importaba. La propuesta era secreta y podías poner lo que quisieras en el papelito que te entregaban. La tutora tenía el derecho a escoger los tres mejores nombres y luego someterlos a votación. Lo mismo por cada salón. Al final, habría una segunda vuelta con las cuatro propuestas ganadoras de cada clase. Fue a través del mandato popular que logramos encontrar nuestra identidad.
Entre dibujos de penes, palabras como “Disolver”, “Fujishock”, “Los Cachorros”, nombres diversos como “Miguel Grau”, “Blanca Varela” “o “Gregorio”, apareció un nombre que parecía convencer a la mitad más uno. Una frase con una promesa que no se cumpliría nunca, pero que parecía imponerse entre los chistes y los gustos personales. Una sentencia que, a pesar de todo, nunca me hizo extrañar los lapiceros de Bill E. Town.
Una compañera encargada de la votación se acercó a la pizarra y escribió en letras mayúsculas el nombre ganador:
AMIGOS PARA SIEMPRE
La democracia había hablado. La vergüenza de un nombre tan genérico y cursi nos perseguiría para siempre. El orgullo de haber vencido a Bill se iría esfumando poco a poco. Y ya ninguna de nuestras destacadas promesas de la promoción se convertirían en el rey o la reina de Minnesota.
Eres un grandisimo redactor. Gracias, Un saludo