Por Augusto Ayesta – CEO de Trend.pe
Vivimos tiempos vertiginosos (VUCA, BANI, TUNA y demás). En medio de un ecosistema digital donde las audiencias están más informadas, más sensibles y —también— más polarizadas, las marcas enfrentan el desafío de comunicar con muy poco margen de error. Hoy, un contenido o frase mal dicha no se pierde en el aire; se archiva, se comparte y se juzga. Por eso, cuando pienso en cómo mejorar la calidad de nuestras conversaciones corporativas, vuelvo a un principio que tiene más de dos mil años y que, sin embargo, parece escrito para nuestro tiempo: los tres filtros de Sócrates.
La anécdota es simple, pero poderosa. Un discípulo se acerca a Sócrates con la intención de contarle un rumor. Antes de escucharlo, el filósofo le pregunta si lo que va a decir ha pasado por tres filtros: ¿Es verdad? ¿Es bueno? ¿Es útil? El discípulo no puede responder afirmativamente a ninguna de las preguntas, y Sócrates concluye que, en ese caso, no vale la pena escucharlo. Tres preguntas. Tres filtros. Tres oportunidades para no equivocarnos.
Aplicar estos principios al mundo de la comunicación corporativa y las relaciones públicas va más allá de una linda metáfora filosófica; es una necesidad urgente. Estamos saturados de contenido, de frases hechas y lugares comunes que dicen mucho, pero significan poco o nada. Y, sin embargo, también estamos cada vez más atentos a lo que las marcas hacen, dicen y omiten.
El primer filtro, la veracidad, es el más obvio, pero no por ello el más respetado. En comunicación, decir la verdad no es una opción: es un punto de partida. Una empresa que miente, exagera o manipula información puede, como dijo Warren Buffett, perder en segundos la reputación que tardó años en construir. El greenwashing, por ejemplo, es una de las formas más comunes de transgredir este principio: marcas que se presentan como sostenibles, sin sustento real, y que terminan enfrentando consecuencias públicas y legales. La veracidad no se improvisa, se construye con datos, con hechos y con mucha coherencia.
El segundo filtro es la bondad, que en comunicación corporativa podríamos traducir como el impacto positivo del mensaje. ¿Contribuye a algo? ¿Aporta valor? ¿Es constructivo? No se trata de pintar todo de color rosa ni de disfrazar problemas reales con mensajes dulzones. Se trata de evitar la toxicidad comunicacional: esa tentación de atacar al competidor, de desviar la atención, de usar la indignación como estrategia. La comunicación también es un acto ético. Y cuando la ética se ausenta, la reputación lo paga.
El tercer filtro, la utilidad, es posiblemente el más olvidado. Todos competimos de cierta forma por la atención de nuestras audiencias y por eso es fácil caer en la trampa de comunicar por inercia, por completar la parrilla de contenidos del mes. Pero la pregunta sigue siendo clave: ¿esto le importa y le sirve a alguien? ¿Tiene sentido para nuestra audiencia? Un mensaje que no informa, no inspira ni resuelve, es ruido. Y el ruido, en comunicación, es un costo. Es más: puede convertirse en un riesgo. Las marcas no deberían hablar por hablar, sino conversar con propósito.
Lo que me gusta de los filtros de Sócrates -y perdonen la fumada- es que, además de ser simples, me obligan a pensar antes de hablar o crear. Y eso, en relaciones públicas, es ser un poco más responsable. Porque comunicar va más allá de poner palabras en una nota de prensa o en un post; se trata de construir con sentido y asumir el impacto de esos mensajes. Comunicar también es decidir cuándo callar.
He visto marcas salir fortalecidas de crisis muy complejas, no porque tuvieran el mejor speech, sino porque supieron escuchar, reconocer errores y actuar con transparencia. Y he visto otras hundirse, no por el hecho en sí, sino por la manera en que decidieron comunicarlo. ¿Qué tal si ponemos en práctica estos filtros antes de emitir un mensaje?
Claro, no siempre es fácil. En medio de una crisis, bajo la presión de los tiempos y con el escrutinio público encima, las decisiones se vuelven más difíciles. Pero justamente ahí es donde los principios importan. Y no es algo romántico hablar de principios. No basta con tener un manual de crisis, se necesita criterio y mucha empatía. Se necesita filosofía, en el sentido más práctico del término: saber discernir.
Tal vez por eso me gusta recordar esta historia -que ciertamente no está comprobada históricamente- porque nos recuerda que antes de ser especialistas, estrategas o consultores, somos personas. Y que, como personas, deberíamos ser más conscientes del poder que tienen nuestras palabras.
En un mundo donde la verdad lucha por destacar entre la inmediatez, la bondad es vista como ingenuidad y el valor se mide en clics, reflexionar sobre estos tres filtros puede parecer innecesario. Sin embargo, aplicarlos puede proteger nuestro discurso, identidad y reputación. Al final, lo que realmente está en juego no es solo una campaña, sino la confianza, que se construye con cada acción y palabra que pronunciamos para comunicarla.