Por Augusto Ayesta, CEO de Trend.pe
Un día te despiertas y descubres un video tuyo circulando en redes sociales. En él, pareces anunciar la quiebra de tu empresa. La voz, gestos y movimientos son tuyos. Solo hay un detalle, que nunca grabaste ese video.
Así puede comenzar una de las crisis más temidas por los equipos de comunicación en 2025 y en el futuro próximo. Los deepfakes (videos o audios manipulados mediante inteligencia artificial que parecen reales) han dejado de ser una curiosidad de internet para convertirse en un riesgo reputacional de alto impacto. Según el Deepstrike Report 2025, los fraudes deepfake crecieron un 1,740% entre 2022 y 2023, y solo en el primer trimestre de 2025 causaron pérdidas superiores a 200 millones de dólares. Pero el verdadero daño no se mide en dinero, sino en confianza.
En plena era de la desinformación sintética, además de enfrentar riesgos financieros o regulatorios, un CEO se enfrenta a uno mayor: que su propia voz e imagen se vuelva contra él. Un video manipulado puede provocar pánico entre inversionistas, afectar el precio de las acciones o dañar relaciones comerciales construidas durante años. Parafraseando a Warren Buffett, la reputación, que toma décadas en consolidarse, puede destruirse en cuestión de minutos virales en una sociedad hiperconectada.
Siempre hablamos de transparencia y escrutinio cuando tocamos el tema reputacional. Pero ¿Quién no se expone sin saberlo o sin darle importancia? Todos queremos salir en la foto, pero con cada conferencia grabada, entrevista en video o pódcast, podemos alimentar los modelos de IA capaces de replicar rostros y voces con precisión milimétrica. Sin caer en paranoias, debemos comenzar a tomar en serio la gestión de la huella digital ejecutiva, que se convierte en un nuevo frente de defensa reputacional.
Por otro lado, las empresas suelen invertir millones en ciberseguridad, pero me pregunto si ya cuentan con un plan para proteger su reputación frente a ataques deepfake. Entonces, el problema ya no es solo tecnológico, sino de gobernanza de la confianza. Por eso, sería importante considerar un protocolo de reputación en caso de deepfake, basado en cuatro pilares estratégicos:
- Verificación ejecutiva, estableciendo códigos personales o “palabras clave” para validar la identidad de los líderes en solicitudes sensibles.
- Monitoreo narrativo continuo, implementando herramientas de escucha digital capaces de rastrear menciones sospechosas, videos falsos o audios manipulados antes de que se viralicen.
- Plan de respuesta rápida, con guiones, voceros y canales oficiales preparados para reaccionar en minutos, no días. En este tipo de crisis, la velocidad conserva la reputación
- Evidencia y transparencia, comunicando la situación con claridad y pruebas, usando fuentes verificadas y lenguaje empático. El silencio también comunica.
Es una perogrullada decir que la desinformación viaja más rápido que la verdad y que la estrategia no puede improvisarse. Pero aun así, vale la pena recordar tres puntos:
- Velocidad sobre perfección. Esperar “confirmar todo” puede ser fatal. Lo importante es comunicar lo que se sabe con certeza y explicar que la verificación está en curso.
- Transparencia y autenticidad. La honestidad es el antídoto más eficaz contra lo falso. Decir “esto no es real, y ya estamos actuando” genera más credibilidad que el silencio.
- Comunicación multicanal validada. Solo los canales oficiales deben ser la fuente de verdad: página web, redes verificadas y voceros autorizados (Medios propios). Cualquier mensaje fuera de esas rutas puede amplificar el daño.
La primera línea de defensa ante estos riesgos es una cultura organizacional preparada; de allí la importancia de realizar entrenamientos internos con simulaciones realistas, donde los equipos enfrenten deepfakes creados con la imagen del propio CEO para practicar detección y respuesta.
También debe fomentarse una cultura de verificación sin miedo que permita a cualquier empleado sentirse empoderado para cuestionar una instrucción sospechosa, incluso si parece provenir de la alta dirección. En este nuevo escenario, dudar ya no es deslealtad, es una responsabilidad.
Asimismo, las juntas directivas deben incluir el análisis de reputación digital dentro de su agenda de riesgos, igual que se hace con los financieros o regulatorios. También deben exigir métricas de confianza, tono de medios e indicadores de moral interna junto con los resultados trimestrales.
La IA puede simular una mirada, replicar una voz, pero no puede imitar la credibilidad ni puede copiar la coherencia humana. Por eso, la defensa más poderosa ante esta nueva amenaza es reputacional. En este mundo sintético, esos cinco minutos famosos de Warren Buffet pueden ser la diferencia entre el daño y la resiliencia.
Finalmente, los deepfakes, que parecían un problema del mundo de la ciencia ficción, son ahora una crisis del presente. Y cada líder que no actúe hoy está dejando su reputación un poco al azar de un algoritmo y de terceras intenciones, no siempre santas. ¿Nos preparamos?



































