Por Augusto Ayesta, CEO de Trend.pe
Más allá de ser un episodio de discriminación en el transporte público limeño, el caso de Alejandra Argumedo es una radiografía de cómo el racismo estructural convive con nosotros, se normaliza y, cuando queda expuesto en redes sociales, estalla como un espejo incómodo para la sociedad. Pero también, es una muestra de cómo la reputación —personal, institucional, digital— puede colapsar en cuestión de horas.
El video que la muestra lanzando insultos racistas en un bus del Metropolitano se viralizó con la rapidez que solo permiten las plataformas digitales. En menos de 24 horas, ya había sido identificada, expuesta, rechazada por sus colegas, y abandonada por las marcas con las que alguna vez colaboró. Su presencia en redes sociales, en su programa y su credibilidad pública desaparecieron como si nunca hubieran existido, pero lo que sí ha quedado es una implacable huella digital negativa.
La reputación es más que manuales de branding personal, círculos dorados para encontrar el propósito o talleres de storytelling; es una construcción colectiva basada en percepciones, consistencia y coherencia contrastada con hechos muy reales y tangibles. Cuando esas percepciones se rompen, la caída es inevitable.
La actitud de Alejandra evidencia el sistema cultural del que somos parte, donde aún se considera que hay ciudadanos de primera y segunda. Sus comentarios, que no voy a repetir porque seguro todos los conocen, son ofensivos y sintomáticos, porque revelan cómo el centralismo sigue marcado por jerarquías disfrazadas de modales, acentos u orígenes.
Y esto ha sucedido siempre en los colegios y las universidades, en los medios de comunicación, en el mercado laboral, en las discotecas y en los grupos de amigos. Lo que cambia ahora es la capacidad de las redes sociales para amplificar esas expresiones, hacerlas visibles en tiempo real, y activar respuestas institucionales y públicas de castigo a las conductas expuestas.
Pero ojo, no todo lo viral es justicia. El escarnio público también puede convertirse en una forma de venganza digital, más que en un camino hacia la reflexión. Cancelar y exponer información del ámbito personal y privado, no educa. Tampoco lo hace convertir a una persona en chivo expiatorio sin entender el problema más amplio, porque puede distraernos de lo urgente que es desmontar prejuicios históricos, visibilizar las brechas estructurales y educar en la diversidad desde el colegio y la familia hasta las oficinas.
Este caso también es una lección sobre gestión de la reputación en la era de la inmediatez. En otro contexto, quizás un comunicado institucional o una disculpa elaborada habrían amortiguado el impacto. Hoy, cuando las redes funcionan como termómetro social, esos recursos llegan tarde.
No sé si Argumedo intentó defenderse, pero si quiso hacerlo ya era demasiado tarde, había perdido toda legitimidad. Las marcas que colaboraban con ella reaccionaron con rapidez, deslindándose y anunciando su desvinculación inmediata. Su audiencia, antes cómplice o indiferente, se volcó en su contra.
En comunicación, siempre hemos dicho que una crisis bien gestionada puede convertirse en una oportunidad. Pero hay una condición previa: que el error sea reconocible, la disculpa creíble y la reparación genuina. En este caso, ninguno de esos tres elementos ha aparecido. No ha habido una vocería empática, ni autocrítica pública, ni compromiso con la reparación del daño.
Lo que antes era solo competencia de los medios tradicionales, hoy se multiplica en cada pantalla. Las redes sociales informan y también sancionan. Y en este nuevo ecosistema, la coherencia ya no es un nice to have. Las audiencias castigan lo que huele a impostura, a soberbia o a discriminación.
Esto plantea un reto reputacional enorme. No basta con tener un buen equipo de contenidos, se necesita una ética digital sólida, una escucha activa permanente y una comprensión profunda de los contextos culturales. Porque el silencio, la omisión o la neutralidad ante temas como el racismo no son opciones reputacionales viables. Más bien, son decisiones que agravan el daño.
Como consultores de comunicación y reputación, nos toca ir más allá de las métricas de vanidad o la estética del feed. Debemos acompañar a las organizaciones y a las personas en conversaciones incómodas, pero necesarias. Hablar de diversidad, inclusión y antirracismo es una responsabilidad urgente.
Este caso no es el primero ni será el último, pero no podemos seguir tratando estos episodios como aislados o errores personales. Son manifestaciones de un problema sistémico que necesita cambios estructurales en educación, justicia, medios y cultura. Desde el punto de vista reputacional, recordemos que la reputación no se construye solo con seguidores y que no se trata únicamente de cómo te ven cuando todo va bien, sino de cómo reaccionas cuando se revela lo peor.